Mamá me decía que el helado se comía luego de visitar la
tienda de telas. Era uno de mis paseos favoritos de la infancia: ir a comprar
telas al centro de la ciudad. Luego de salir del metro, caminar unas cuantas
cuadras, atravesar zonas de ruidos ya familiares, sortear unas cuantas alcantarillas y
bolsas de basura se abría ante mí una paleta deliciosa de colores y texturas.
Podíamos pasar horas viendo telas. Claro, para una niña la experiencia era
diferente. Yo no pensaba en costos o la facilidad de la costura, yo pensaba en
si la tela era suavecita y podía dormir sobre ella.
Pensando en sensaciones esa es la primera escena que viene a
mi memoria. Le siguen las manos en la tierra, las arepitas de barro y jugar con
el yeso sobrante de alguna reparación casera. Toda mi vida he amado las
burbujas, la espuma, los líquidos espesos como el chocolate caliente y las texturas
gelatinosas como los malvaviscos. No concibo una persona que pase por la vida
sin disfrutar texturas y colores. Pienso en sensaciones, visualizo en texturas
y siento en colores. En mi mente todas las sensaciones se mezclan en imágenes.
Quizás por eso tengo la facilidad para abrirme a textos poéticos, la imagen forma
parte de mi existencia, aún antes de saber qué era eso.

¿No es acaso la vida un constante experimento? Un parque temático que no se repite...
¿Es el hombre como raza un punto en un campo de paralelas?
Sí. No. Todo está conectado. Creo firmemente que una persona
viva, vibrante, sabe apreciar la belleza en su entorno, y la busca
constantemente. Si no
¿Para qué nos fueron dados los sentidos tan finamente
engranados?
La vida misma es un impacto ensordecedor, estremecedor y
enceguecedor absolutamente bello. Observa, escucha en silencio, palpa, prueba.
Vive. El protocolo, las dietas, las normas castrantes y otros inventos de la
mente humana (nótese que no digo pensamiento) sólo sirven para neutralizar
nuestras sentidos y dormir nuestro espíritu. Un espíritu despierto y alegre
come, salta, experimenta, prueba.
Siente. Vive.
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