Friday, January 15, 2016

Un kilo de algodón y un kilo de plomo

Abro un libro. Quisiera poder decir que celebro cada vez que llega una novedad a una librería. Lamentablemente, no es así. Vivo en Venezuela, un país con fama de “rico” de mujer bella y desbordante de creatividad. Pero, sucede, que nuestra infinita creatividad la utilizamos para la supervivencia. Una grapa para el jean, una guaya que no es la correcta para mantener en funcionamiento una máquina.  Aquí los hombres aprenden electricidad a corrientazos, y así. Y siento tristeza cuando queremos aplicar la grapa o la liga a la literatura. Sí, lo hacemos. Me niego a decir que algo es bueno sólo porque es Hecho en la República Bolivariana de Venezuela. Me niego porque si algo sabemos producir es mierda, de todo tipo.
Vivo en un país donde cualquiera es llamado poeta, cualquiera quiere ser llamado poeta  o escritor. Le tengo respeto a la poesía. He aprendido a querer versos y disfruto en compañía de gente sensible que también siente respeto por las letras.  Vivo en un país donde se piensa que por tener un título de una facultad de humanidades se sabe escribir. El venezolano nace con dos desgracias bajo el brazo: el merecimiento y la soberbia. Tendemos a pensar que por nacer en este país con abundantes recursos naturales Dios nos premió. Hay una especie de neblina que aspiran los que suben mucho la nariz, y sacan el pecho diciendo que tienen talento. Muchos venezolanos tienen talento verdadero, pero no lo dicen ellos mismos, allí el detalle.
Me indigna abrir un poemario y ver que es un cuaderno de quinceañera. Trato de no tener prejuicios, lo intento, pero sucede tan seguido que tengo una campaña en contra de la frase maldita: “ten un hijo, escribe un libro y siembra un árbol” o cualquier orden que tenga semejante estupidez. Veo frases románticas o cursis -que no está mal- sin ningún tipo de imagen poética- que sí está muy mal- cortadas al azar y armadas una debajo de otra en una hoja de papel que pudo usarse para una reimpresión. Y pienso en todo el proceso que tuvo que pasar el manuscrito vacío para llegar a la librería. Las bobinas de papel que son un tesoro en este país, las horas hombre, el dinero que bien puedo emplear yo en comida o ropa y que sirvió para que una nena diga que tiene un libro publicado. Qué irrespeto a la meritocracia, a los pocos recursos para que los verdaderos escritores y poetas estudiosos, con talleres, con sudor y con paciencia puedan publicar.
Cada quien hace con su dinero lo que desea, pero el mundo sería un mejor lugar si empleamos ese dinero sabiamente. No tengo un título de una facultad de humanidades, pero luego de haber leído verdaderos poetas y llorar – o reír- con ellos, en fin, sentir…no hay vuelta atrás. La poesía falta de imagen y sin sentimiento es muda y sin facciones. No dice nada. No se mueve. No resuena. Ni siquiera Es, sólo ocupa un plano en una hoja de papel. 

El dilema eterno entre cantidad y calidad parece estar cada vez más lejos de resolverse.  Mientras, tengo que seguir nadando en algodón y toser de vez en cuando, pescando una pepita de plomo que de esperanza para seguir.