Sunday, December 15, 2019

15 de diciembre de 2019.


Hoy me siento muy frágil. Es muy desgastante que el ambiente de Venezuela demande tanto de ti para ponerte en pie, para sacar un pie de la cama y abrir la llave, si es que afortunadamente tienes agua, para ver cositas salir del grifo. Cositas vivas, otras no tanto…cositas engloba bien todo lo que sale. Y si afortunadamente tienes comida en casa, porque la mayoría de los venezolanos muchas veces amanecen con la despensa y el refrigerador vacío, quizás se esfuma la electricidad y no la puedes cocinar. El que atraviesa la frontera olvida rápidamente cómo es todo aquí, todo en Venezuela actualmente cuesta el triple de lo que es considerado básico en otra parte del mundo. No tenemos calidad en servicios básicos, cuando los tenemos. Desde tomar un vaso de agua hasta navegar en internet es una victoria cuando logra realizarse. Una pequeña victoria que va mellando el optimismo. Y son años de esto. Y no hay solución a la vista. Una voz me dice frecuentemente: “Ese es su plan”. Se refiere a derrumbarnos psicológicamente. Y yo lo entiendo, pero por más que quiera ser fuerte, el ambiente determina mi respuesta.
Metro de Caracas, estación Teatros. Permanezco de pie unos 40 minutos. No ha pasado un solo tren. Llevo una bolsa pesada, más de 6 kilos. Me da asco que mi bolsa toque el piso. La estación Teatros no tiene 15 años de inaugurada, pero el aspecto arruinado la hace parecer de 30. El piso está inmundo, con pegotes que recuerdo otrora el personal de limpieza, debidamente uniformado, raspaba con una espátula. Ahora, apenas barren los andenes, unas personas sin uniformes ni identificación, reservistas, según. En algunas esquinas hay desechos humanos, y hago la aclaratoria porque no he visto la primera caca de perro, pero sí muchas de hombre. A partir de esto, he evitado recostarme en las paredes. El olor es una combinación misteriosa de sudor añejo con gases industriales, y de otro tipo. Duele, yo como usuaria del sistema Metro de Caracas desde que tengo uso de razón, ver las instalaciones en la ruina. Cada vez hay menos iluminación, menos personal. Y los conductores que una vez usaban corbata y sonreían con su buena presencia, ahora visten franelillas y hablan por celular mientras el tren llega a la estación. Lo siento, por favor, perdóname, te amo, gracias. Estoy haciendo Ho oponopono desde hace unos meses. Cuando siento que algo me abruma, repito las cuatro palabras principales para calmarme, a veces lo consigo. Lo siento, por…un abuelo con un bastón improvisado de tubos y tornillos arrastra los pies por el andén, pide colaboración para comer. Va harapiento. Como muchos otros que no están pidiendo. La ropa del venezolano promedio ya está bastante gastada, rota, opaca. Los jabones están bastante costosos para la mayoría, incluyendo el de tocador y otros cosméticos, lo que no ayuda a la higiene colectiva. Miro para otro lado. Veo un grupo de adolescentes sentados en una de las escaleras, ríen. Y pienso en cómo es la vida del adolescente hoy en día, encerrado, mal alimentado, algo resentido porque un combo de cotufas en el cine cuesta más del sueldo mínimo, sin entradas. Y siento tristeza. Lo siento, por favor, perdóname, te amo, gracias.
Llega el tren, hay un poco de forcejeo en la puerta. Los vendedores ambulantes ya forman parte del sistema. El hombre que vende barriletes tiene una dicción perfecta y voz de locutor, afino la mirada, me pregunto qué historia lleva a cuestas ese hombre. A unos metros de mí hay un hombre maduro embriagado, el olor a grasa rancia con alcohol inunda esa puerta. Los pasajeros bromean preguntándole cosas y disfrutando sus respuestas. Yo nunca aprendí a vacilarme a un borracho. A cada tramo que siento el tren bajar su velocidad, ruego no quedarnos en el túnel. Aunque cargo conmigo una linterna, agua y zapatos resistentes, no deseo caminar por los túneles. Llegar al punto de transferencia es una molestia para mis rodillas, pero estoy más cerca de casa. Bajando las escaleras, casi piso un charco de orines. Aún cuando he encontrado sorpresas en los pasamanos, prefiero agarrarme y enjabonarme tres veces las manos al llegar a casa. A poca distancia del charco, una mujer con el torso desnudo vende algunos caramelos, los anuncia en voz alta. Los empujones son más violentos en este tramo, quedo pegada de la puerta contraria. Un codazo en la costilla, un empujón final cuando cierra la puerta, por aquello del ajuste. Respiro profundo el aire viciado, y llego a mi estación, donde me esperan unos 100 escalones que hacen chirriar mis rodillas.
Salgo de la estación jadeando, pero liberada, por hoy. Desde que desfallecí por una bomba lacrimógena en el metro  y luego tuve un ataque de ansiedad en un andén a reventar, usarlo no fue lo mismo. Desde el apagón nacional que duró días, duermo con una lamparita, cosa que nunca hice de pequeña.
Cada día es una batalla maldita en este campo de concentración. Mi tortura es saber que todo lo que veo en ruinas no debería estar así, que la desidia que el plan de la ventana rota provoca va contaminando todo a mi alrededor. Estoy asqueada. Estoy cansada. La resiliencia tiene un límite, y esa marca la pasamos hace rato en este país. Como perla, dicen que los habitantes de la capital estamos de lujo, porque el interior es un círculo del infierno entre las mafias y los cortes eléctricos. Apartando lo externo, la sensación de incertidumbre es una constante.
“Lloro todos los días”.
Ya no sé cuántas veces he escuchado y dicho esta frase. No sé cuánto se pueda soportar bajo estas circunstancias. Y no me digan que me vaya, porque ya lo intenté.
Ya oscureció en el laberinto.
Quizás el laberinto más desafiante, porque el Minotauro se instaló adentro de nosotros.