Abro un libro. Quisiera poder decir que celebro cada vez
que llega una novedad a una librería. Lamentablemente, no es así. Vivo en
Venezuela, un país con fama de “rico” de mujer bella y desbordante de
creatividad. Pero, sucede, que nuestra infinita creatividad la utilizamos para
la supervivencia. Una grapa para el jean, una guaya que no es la correcta para
mantener en funcionamiento una máquina.
Aquí los hombres aprenden electricidad a corrientazos, y así. Y siento
tristeza cuando queremos aplicar la grapa o la liga a la literatura. Sí, lo
hacemos. Me niego a decir que algo es bueno sólo porque es Hecho en la
República Bolivariana de Venezuela. Me niego porque si algo sabemos producir es
mierda, de todo tipo.
Vivo en un país donde cualquiera es llamado poeta,
cualquiera quiere ser llamado poeta o
escritor. Le tengo respeto a la poesía. He aprendido a querer versos y disfruto
en compañía de gente sensible que también siente respeto por las letras. Vivo en un país donde se piensa que por tener
un título de una facultad de humanidades se sabe escribir. El venezolano nace
con dos desgracias bajo el brazo: el merecimiento y la soberbia. Tendemos a
pensar que por nacer en este país con abundantes recursos naturales Dios nos
premió. Hay una especie de neblina que aspiran los que suben mucho la nariz, y
sacan el pecho diciendo que tienen talento. Muchos venezolanos tienen talento
verdadero, pero no lo dicen ellos mismos, allí el detalle.
Me indigna abrir un poemario y ver que es un cuaderno de
quinceañera. Trato de no tener prejuicios, lo intento, pero sucede tan seguido
que tengo una campaña en contra de la frase maldita: “ten un hijo, escribe un
libro y siembra un árbol” o cualquier orden que tenga semejante estupidez. Veo
frases románticas o cursis -que no está mal- sin ningún tipo de imagen poética-
que sí está muy mal- cortadas al azar y armadas una debajo de otra en una hoja
de papel que pudo usarse para una reimpresión. Y pienso en todo el proceso que
tuvo que pasar el manuscrito vacío para llegar a la librería. Las bobinas de
papel que son un tesoro en este país, las horas hombre, el dinero que bien
puedo emplear yo en comida o ropa y que sirvió para que una nena diga que tiene
un libro publicado. Qué irrespeto a la meritocracia, a los pocos recursos para
que los verdaderos escritores y poetas estudiosos, con talleres, con sudor y
con paciencia puedan publicar.
Cada quien hace con su dinero lo que desea, pero el mundo
sería un mejor lugar si empleamos ese dinero sabiamente. No tengo un título de
una facultad de humanidades, pero luego de haber leído verdaderos poetas y
llorar – o reír- con ellos, en fin, sentir…no hay vuelta atrás. La poesía falta
de imagen y sin sentimiento es muda y sin facciones. No dice nada. No se mueve.
No resuena. Ni siquiera Es, sólo ocupa un plano en una hoja de papel.
El dilema eterno entre cantidad y calidad parece estar cada
vez más lejos de resolverse. Mientras,
tengo que seguir nadando en algodón y toser de vez en cuando, pescando una
pepita de plomo que de esperanza para seguir.
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