Nana pasaba sus días entre libros. Ya no
recordaba cómo había llegado hasta allí, sabía que había llegado maltratada en
cuerpo y alma. Muy debilitada por años en una fábrica donde apenas comía con
calma, alguien le recomendó un lugar tranquilo donde recuperar fuerzas. Nana
recordaba sacar de la caja cada libro que llegaba. Ir llenando los anaqueles
también fue llenando su espíritu. Las ratas nunca han sido amigas de los
libros, pero Nana era diferente, era una ratita sensible.
Con el paso del tiempo, Nana aprendió a
sacudir los estantes y libros con el plumero en su cola. Adoraba caminar entre
los estantes y asomarse entre los libros. Una que otra vez, Nana encontraba
insectos muertos entre los anaqueles, y los tomaba como bocadillo. Quizás era
el frío del aire acondicionado, o algunos libros indigestos, nunca lo supo.
La librería estaba abierta varias horas al
día. A veces, Nana se quedaba hasta tarde haciendo sus tareas. Una librería no
es sólo acumular libros en un local y vender, Nana se tomaba muy en serio su
labor y tenía la mejor disposición en mantener ese rincón que protegía grandes
tesoros. Muy temprano, la ratita llegaba un poco dormida, tomaba café y
recorría los estantes. Muchas travesuras se llevan a cabo entre libros. A veces,
le parecía escuchar al gruñón de Hemingway formar alboroto porque algún cliente
lo había puesto en la zona de cocina. Aunque Verne se divertía cuando llegaba a
la zona infantil, y empujaba sus libros a ciertos pequeñitos despiertos que
volverían por más. Los libros hablan, pero lo hacen muy bajito, por eso Nana
afinaba sus orejas cada día y caminaba despacito para no despertar a algunos
autores problemáticos como Lovecraft que liberaba a Cthulhu y Nana tenía que
cerrar la librería, liberar la red y cuando tuviera la escena controlada,
recoger el desorden. Esos eran los días malos. Días buenos era tomar el té con
Jane Austen y filosofar con Gibran. Si
la tarde estaba muy aburrida, abría las puertas a Falcor, aunque el Sr. Ende se
molestara. De los peores días recordaba que se habían caído todos los libros de
Kafka por un temblor y cuando abrió las puertas de la librería le saltaron
encima un montón de cucarachas, algunas voladoras, fue un momento muy tenso, y
ni se diga cuando tocó pagar la factura de esos libros que no se encontraron
luego. Así, entre aventuras, facturas,
cajas y clientes, Nana pasó los días, que se convirtieron en semanas y luego,
años.
Una tarde cualquiera, Nana se asomó por un
anaquel y le pareció ver una cara conocida. Hace varios años, llegó a la
librería una madre con su pequeño. El niño vió a Nana, que siempre era muy
cuidadosa, nadie desea ver una rata en una librería. El niño corrió con mucha
curiosidad y Nana corrió más rápido de lo que podía entre las líneas de libros
que estaban perfectamente acomodadas en los estantes. En una curva, a la pobre
ratita se le fue una pata y empujó un libro sin querer: De la tierra a la luna.
El libro cayó al suelo y se abrió en una hermosa ilustración. El niño se olvidó
de Nana y recogió el libro, hizo una pataleta tal que a la madre no le quedó
más remedio que comprárselo. El niño volvió muchas veces por otros libros, y
Nana corría por los anaqueles, dejándose llevar por su instinto, se detenía y
estiraba una pata. Era un juego secreto entre ellos. Y ahí estaba, ese niño que
jugó tantas veces con ella, había vuelto, ahora con otro pequeño.
El hombre buscó en todos los anaqueles y se
encontró con un par de ojos temerosos, pero nada había cambiado. Nana
comprendió que los libros crean lazos inexplicables. El hombre le señaló a su
pequeño el anaquel, haciendo un gesto de silencio. Nana se encontró con esa
mirada infantil que ya había visto antes. Y corrió.
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